Mucha curiosidad tenía por ver los ríos, los bosques y las selvas. Ella los veía desde arriba, si, pero de noche no podía distinguir el color de las flores, ni escuchar el canto de los pájaros, que a esa hora dormían.
Por eso se pasaba las horas triste, con la cara pálida; mirándose en el agua, conversando con los sapos y viendo cómo los isondúes titilaban en la oscuridad como estrellas desparramadas.
A veces se filtraba entre las hojas de los árboles y penetraba en la selva o curioseaba adentro de las chozas de los hombres. Pero... ¡todos dormían!
Yací quería conversar con sus hijos, saber qué hacían y qué pensaban; recorrer los distintos lugares que Araí (la nube) le contaba eran tan lindos de día.
Así que decidió bajar con ella. Para que nadie las reconociera, ambas tomaron forma humana: Yací se convirtió en una hermosa mujer rubia y Araí en una preciosa morena.
Sí; todo era distinto.
Ella vestía de misterio la noche; aureolaba de plata los árboles y ayudada por la brisa hacía danzar las sombras con formas extrañas. Las aguas eran espejos bruñidos y los irupés temblaban apenas en los remansos de los ríos empapados de su luz, pero escondían sus flores y Yací se quedaba sin verlos.
De día, en cambio, el sol devolvía a esas aguas el azul del cielo; abrían las flores del irupé y teñía de rojo, de amarillo, de verde y mil colores toda la selva. El canto de los ruiseñores, jilgueros y piriríes llenaban de música todos los rincones.
—¡Qué maravilla! -decía Yací, que no se cansaba de mirar y mirar tanta belleza.
Andaban así, paseando por la perfumada selva, entretenidas ante tanto bullicio. Tan entretenidas que no vieron a un yaguareté que, justo en ese momento, iba a lanzarse sobre ellas. Pero en ese mismo instante, un viejo indio que sorprendió al animal en acecho, le disparó una flecha que lo hirió en un costado. El yaguareté no se dio por vencido y lleno de furia se abalanzó sobre el anciano al tiempo que éste le arrojaba una nueva flecha. Y esta vez sí dio en el blanco. Todo fue muy rápido, y cuando el indio se volvió hacia las jóvenes ya no estaban. Yací y Araí habían recobrado su forma natural y miraban todo desde arriba.
Esa noche, cuando el viejo indio dormía, Yací y Araí se le aparecieron en sueño y le dijeron quiénes eran.
—Queremos agradecerte, buen "paí", lo que has hecho: has expuesto tu vida por defender a dos indefensas mujeres. Por eso vamos a hacerte un regalo digno de tu noble corazón.
El viejo no sabía si en realidad soñaba, porque las jóvenes estaban allí, sonrientes; y siguió diciendo Yací:
—Mañana al levantarte hallarás una planta nueva: la llamarás Caá. No debes olvidar que antes de usar sus hojas, debes tostarlas, de lo contrario será venenosa. Ella será símbolo de amistosa hermandad y tendrá la virtud de reconfortar al cansado y animar al enfermo. Será compañía en la soledad y servirá de vínculo para estrechar la amistad entre los hombres.
Así habló Yací y desapareció junto a Araí.
Al despertar el viejo indio comprobó con alegría que el sueño era verdad; allí estaba la planta prometida por la diosa, erguida y balanceando su espeso follaje con la brisa.
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Texto extraído de:
- Garrido de Rodriguez, N. (1985) Leyendas argentinas. - Buenos Aires: Plus Ultra.
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